Definitivamente dejó atrás el mundo académico. Agotadas las posibilidades, rebasados con holgura los tiempos de espera, llegó a una edad impropia para seguir esperando que el viento soplase a favor. Las cosas, llegadas a ese punto, ya no iban a cambiar. Estaba en tierra de nadie, varado como un náufrago en una isla con una palmera. Había sombra, cocos y poco más ...
Ya era demasiado tarde para todo.
El exceso de formación conlleva deformación. En el fondo, él y sus colegas encajaban bien en una de esas profesiones que Sabina hilvanaba en su Todos menos tú: eran especialistas en nada; pero especialistas al fin y al cabo. La sociedad, la prensa, los contertulios de las radios, incluso la señora que le tramitó la prestación de desempleo, consideraban fundamental que un país contase con ese tipo de expertos. El medioambiente, el cambio climático, los tipos que estudiaban el color del pico de las abubillas, eran fundamentales para la prosperidad de un país y era una barbaridad que el Gobierno, esos señores oscuros llenos de malos propósitos y leyes que se sacaban de la manga, no invirtiesen más en ello. Era una pena, ¡una vergüenza!, exclamó indignada la charcutera cuando, a media mañana, un día de diario, hizo la compra y tuvo que justificar su presencia en el mercado. Estaba en paro, otra vez; la ciencia apenas le daba para comprar mortadela de la barata.
Lo cierto era que, pese a toda su transcendencia, todos esos centros de investigación tenían un aire de abandono que recordaban a los faros. Quedaban bien como adornos, como un alegato mudo del propósito con el que fueron fundados, pero en el fondo pertenecían a otra era, a otro tiempo. Eran vestigios del pasado que silenciosamente se iban apagando; de vez en cuando emitían un destello que los barcos interpretaban como algo pintoresco.
Estaba harto de la precariedad laboral con la que llevaba conviviendo desde sus tiempos como becario. Por fin vio claro que nunca iba a pasar nada, que el inmovilismo, fomentado por una burocracia pertinaz, había sepultado cualquier intento de innovación, de curiosidad. Las señas de identidad de un científico estaban abocadas a ser absorbidas por una serie de trámites y tiempos de espera que desarmaban ideas y favorecían al más tenaz. La partida la acababan por ganar los que tenían más habilidades para tratar con los gestores o una buena predisposición para lidiar con el farragoso reglamento y sabían interpretar el lenguaje jurídico de los boletines. Las buenas ideas terminaban en la papelera, por defecto de forma en su presentación ... Pidió un café para cerrar el almuerzo y decidió escribir un mensaje a su colega. Te he escuchado en la radio, muy interesante todo eso que decías ¿qué tal te va? A ver si nos vemos un día de estos. Pagó, arrancó la furgoneta y se fue con sus paquetes a otro pueblo. La respuesta no se hizo esperar. Le sorprendió. ¡A él! Pues sí, tío, a ver si nos vemos. Oye por cierto, estoy sin curro. Me han dicho que al final tú te has colocado. ¿Tú sabes si en esa empresa tuya habría alguna posibilidad de trabajar? Aunque sea a media jornada. Algo para ir tirando.