Los grandes desastres ecológicos del 2010 coinciden con el antiguo modelo cosmológico, donde el universo está compuesto por cuatro elementos básicos: aire (nubes de ceniza volcánica de Islandia inmovilizando el tráfico aéreo sobre Europa), tierra (avalanchas de lodo y terremotos en China), fuego (convirtiendo a Moscú en un sitio casi inhabitable) y agua (el tsunami en Indonesia, inundaciones desplazando a millones de personas en Pakistán).
Sin embargo, este recurrir a la sabiduría tradicional no permite ninguna comprensión real de los misterios de los caprichos de nuestra salvaje Madre Naturaleza. Es una forma de consuelo, realmente, que nos permite evitar la cuestión que todos queremos preguntar: ¿la agenda de la naturaleza para el 2011 incluirá más sucesos de esta magnitud?
En nuestra desencantada era posreligiosa y ultratecnológica, las catástrofes ya no se pueden considerar significativas de un ciclo natural o la expresión de la furia divina. Las catástrofes ecológicas – que podemos ver continuamente y de cerca gracias a nuestro mundo conectado las 24 horas, los siete días de la semana-se convierten en las insensatas intrusiones de una ira ciega y destructiva. Es como si estuviéramos atestiguando el fin de la naturaleza.
Actualmente buscamos que los expertos científicos lo sepan todo. Pero no es así, y ahí radica el problema. La ciencia se ha autotransformado en un conocimiento especializado que ofrece una inconsistente gama de explicaciones contradictorias llamadas “opiniones expertas”. Pero si culpamos a la civilización científico-tecnológica de muchas de nuestras dificultades, en ausencia de esa misma ciencia no podemos solucionar el daño – sólo los científicos, después de todo, pueden ver el agujero de ozono-.O, como dice un párrafo de Parsifal,de Wagner, “la herida únicamente puede curarse con la lanza que la hizo”. No hay regreso a la sabiduría holística precientífica, al mundo de tierra, viento, aire y fuego.
Aunque la ciencia puede ayudarnos, no puede hacer todo el trabajo. En lugar de recurrir a la ciencia para impedir que el mundo se acabe, necesitamos mirar hacia nosotros mismos y aprender a imaginarnos y a crear un nuevo mundo. Es difícil pertenecer a los observadores pasivos que deben permanecer inmóviles mientras se revela nuestro destino, al menos para los que vivimos en Occidente.
Entren al perverso placer del martirio prematuro: “¡Ofendimos a la Madre Naturaleza, así que recibimos lo que merecemos!”. Estar dispuesto a asumir la culpa de las amenazas a nuestro medio ambiente es algo engañosamente tranquilizador. Si somos culpables, entonces todo depende de nosotros; podemos salvarnos simplemente cambiando nuestro estilo de vida. Desesperada y obsesivamente reciclamos papel viejo, compramos comida orgánica, lo que sea para asegurarnos de que hacemos algo, que contribuimos. Pero igual que el universo antropomórfico, mágicamente diseñado para la comodidad del hombre, el así llamado equilibrio de la naturaleza – que la humanidad destruye brutalmente con su arrogancia-es un mito. Las catástrofes son parte de la historia natural. El hecho de que las cenizas del modesto estallido volcánico en Islandia hicieran aterrizar a la mayoría de los aviones en Europa es un muy necesitado recordatorio del grado en que nosotros, los humanos, con nuestro tremendo poder sobre la naturaleza, no somos nada más que otra de las especies vivientes sobre la Tierra, y dependemos del delicado equilibrio de sus elementos.
Akantilado