Los organizadores del WEF insisten en que están haciendo que el foro anual sea ambientalmente sostenible, compensando las emisiones de carbono generadas por la aviación privada en la medida de lo posible a través de sus propias iniciativas en el terreno. Pero la seguridad de los altos asistentes es prioritaria. A esta hipocresía en lo relativo al desplazamiento se une la inacción de ciertas potencias contaminantes que han abandonado el Acuerdo de París.
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Mientras los líderes mundiales se reúnen en Davos, en algún punto de África germina una nueva revuelta del pan. La última ha brotado en Sudán, donde desde diciembre han muerto decenas de personas en protestas por la carestía de la vida. La distancia entre Suiza y África parece estratosférica, y la relación entre millonarios y desharrapados absurda, pero no lo es: una revuelta del pan es siempre una revuelta contra las élites, esas que en Davos exhiben su poderío –y a duras penas esconden sus temores- lejos de tropeles coléricos y motines del hambre.
De Davos a Jartum discurre también una línea discontinua de intenciones. En 2018 el Foro Mundial constató que entre los riesgos para la economía global, los mayores son los desastres naturales, la adaptación al cambio climático y las crisis del agua, por delante del terrorismo o los ciberataques. Basta una mala cosecha, en países que subsidian la canasta básica en un intento de frenar el descontento de la población, para dispararse los precios y abrirse la espita de la rabia. Hoy es Sudán; en 1988, con resultado infausto, fue Argelia: dos años después hacía su aparición el islamismo, y luego el terrorismo islámico del GIA y la bárbara guerra sucia de los noventa.
Por eso el desierto de Sudán o los arrabales argelinos o cairotas no son tan ajenos al bienestar suizo, y a la autocomplacencia –cada vez más relativa- de los dueños del mundo cuando se dan cita para celebrar su poder. El Foro creó en 2016 un comité de Comercio y Desarrollo Sostenible, no por un arranque de altruismo sino por la pura elocuencia de las cifras. El cambio climático es una extraordinaria oportunidad de negocio: 300.000 millones de euros en renovables, en una tecnología que indefectiblemente –no hay marcha atrás si queremos evitar la implosión energética- sustituirá la contaminante extracción de hidrocarburos. Un informe de 2017 del comité asegura además que alcanzar los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU representa una oportunidad de mercado de 12 billones de dólares en cuatro sectores capitales: alimentación y agricultura; ciudades, energía y materiales.
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